La gente de la isla de Ibiza ha sido tradicionalmente muy supersticiosa, y era costumbre reunirse en familia para contar historias y leyendas de miedo. Una de las más conocidas, recogida por los historiadores Enric Fajarnés e Isidoro Macabich y extraída por nosotros del libro Eivissa Mágica de Carlos Garrido, es la leyenda de la mujer enlutada, que dice así:
“Subían hombre esta cuesta de Sa Carrossa. Un anochecer de invierno, cuando la ciudad se convierte en un dédalo de negros y azules poco antes de oscurecer. Arrebujado en su abrigo resollando profundamente. Desbocada la mirada, como los caballos en medio de una refriega.
Venía de Figueretes, en el extramuros. Y por el camino había reparado en una mujer muy alta, vestida de negro y con un mantón echado sobre la cabeza que sólo dejaba ver unos ojos brillantes, como de vidrio. El hombre tenía prisa y había apretado el paso por Puig d’es Molins, llegando a la altura del Portal Nou en muy poco tiempo. Por ello le sorprendió que, unos metros por delante suyo, la extraña mujer del matón cruzara a paso detenido por la Alameda.
¿Qué camino habría tomado para conseguir adelantarle? El hombre no dio más vueltas a la cuestión hasta que, ya en la Marina, la encontró de nuevo ante la iglesia de Sant Elm. Esta vez se detuvo con sorpresa, y se restregó los ojos sin poderlo creer.
La mujer, como sombra salida de la pared, se perdía ahora por los callejones de San Penya. El hombre tomó entonces la rampa del Portal de les Taules preguntándose todavía cómo pudo rezagarse tanto. Sin embargo, ya notaba una presencia en su espalda. Al pasar por la puerta, se volvió instintivamente y un sudor, mezcla de esfuerzo y miedo, comenzaba a caerle por la frente.
Entró en Dalt Vila. Sus pasos resonaban sobre el empedrado y apenas unas siluetas difusas se movían a lo lejos. Al entrar en Sa Carrossa, la sangre se le heló en las venas. Allí estaba la mujer del mantón. Subiendo cansinamente la cuesta. Con caídas de ave negra en la ropa, la cabeza grave y reclinada.
Perdido ya el oremus, el hombre la adelantó furiosamente. Sin resuello, descompuesto, pasó por ese mismo baluarte donde ahora estamos (Baluarte de Santa Llúcia), llegando casi a la carrera hasta su casa paredaña con Santo Domingo.
Con un respiro sacó la llave del bolsillo. Y quiso una mala ocurrencia que, antes de entrar en su domicilio, volviera la mirada. Y allí, en medio del arroyo que corría desaguando la calle, la mujer alta y el brillo en sus ojos.
Casi enloquecido de terror, entró en su casa, corriendo los pestillos. Corrió hacia su escritorio y, en medio de la sala, como una pesadilla, una obsesión. La mujer cubierta por el manto. Inmóvil, silenciosa, reprochante.Dicen que el hombre abrió entre gritos una gaveta, sacando una pistola. Y tras disparar dos tiros a la aparición, cayó desvanecido. Durante mucho tiempo, se recuerda, los herederos enseñaban todavía los impactos sobre la pared.”